dejar que la vista se empape de sus matices.
Observar su color, su densidad, su capa, el tono del ribete
y me sorprendió su fortaleza, su oscuridad, como la profundidad de unos ojos
que no ocultan que guardan sus propios misterios.
Metí mi nariz en la copa. Olía a pura uva.
Natural, franco, parecía lo que era, un vino de uva.
Era un olor intenso que evocaba su propia vida,
una cuidada selección de la uva,
una buena crianza...
Por fin llegó a mi boca,
llenándola toda con su sabor.
Sin miramientos ni sutilezas.
Y me dejo el recuerdo de lo bueno y
lo no domesticado,
lo auténtico y lo no hecho para todo el mundo,
lo seductormente salvaje.
La Perdición.
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